sábado, 25 de mayo de 2013

Melómano - II

II

No había momento más feliz del día que el de la salida del trabajo. No es que este le disgustara. Ser analista fiscal de una empresa que para deducir impuestos tenía diecisiete subempresas tenía sus retos. Debía lograr que las subempresas de nómina reportaran correctamente sus impuestos a la oficina gubernamental para poder solicitar devolución. También estaba el asunto de las proyecciones. Tres veces al año tenían que presentar proyecciones a la oficina general y aquellas eran jornadas maratónicas. Con todo y eso le gustaba su trabajo. Desde muy niño le gustaron los números y la verdad es que se le daban bien. Uno más uno siempre daban dos. Ni más ni menos.

Desde que le habían entregado su consola Telefunken, hacía ya tres semanas, esperaba con ansia el momento de salir de la oficina para llegar a su casa y poner algún disco. Durante el horario de comida visitaba las tiendas de segunda mano y compraba cualquier disco que se le antojara. Su salario no era como para volverse loco pero sí le era suficiente para cubrir sus necesidades, y para él, la música era una necesidad. En cinco visitas a dichas tiendas ya se había hecho de unos 20 discos. Stones de Neil Diamond y Before the Rain de Lee Oskar habían sido las adquisiciones de ese día. 

Pasó al supermercado que estaba cerca de su casa y compró lo  indispensable para la cena y la comida del siguiente día: una bolsa de fussili, salsa de tomate "a los tres quesos" y un poco de pollo. Finalmente pasó a las cajas y cogió tres botellas de vino tinto que estaban en promoción: un Shiraz, un Merlot y un Malbec. No le importaban ni la marca ni la cosecha. Sólo pensaba que había cierta música que valía la pena escucharse con una copa de vino y qué mejor si este estaba en oferta. Siendo apenas un precario diletante de la enología lo único que sabía es que el Cabernet Sauvignon le disgustaba, así que muy rara vez lo compraba aunque prácticamente se lo regalaran.

Cuando por fin llegó a su departamento tomó el "Wild is the Wind" de Nina Simone y fue directo a la canción que había tarareado todo el camino.  

You touch me. I hear the sound the mandolines. You kiss me. With your kiss my life begins. 

Abrió el vino. Se sirvió una copa y dio un sorbo para impregnar sus papilas. Fue hacia la consola y con los ojos cerrados aspiro y volvió a tomar un poco de vino. Lo disfrutó lentamente. Regresó el disco a la canción inicial del lado A y se sentó en el sofá. 

Él creía firmemente que había algo de especial y nostálgico en eso de poner discos y cassetes antiguos. Los CD's y los MP3's habían hecho un gran trabajo al permitir la movilidad y la facilidad de copiado pero al mismo tiempo rompieron esa relación estrecha entre música y oyente. Hay una conexión mística en el hecho de tomarse la molestia de ir a una consola y voltear un disco. Tú me das música mientras yo te doy atención. Un intercambio justo. Mientras lo digital puede sonar por horas sin que nadie le ponga atención, lo análogo requiere de saber el momento justo en que requiere la intervención humana.

Una a una fueron pasando las canciones. Él y Nina. Nina y él. Solos. Envueltos en el sonido estéreo. Separados por la distancia del tiempo y al mismo tiempo unidos por esa mágica sensación que eriza la piel al llegar al clímax de una canción.

Listen to me. I cannot see clearly.
Isn't that he coming to me nearly here?

Abrió los ojos cuando If I should lose you terminó. Apagó la consola. Lavó su copa y tiró la botella de vino vacía. Se dirigió a su cuarto y después de quitarse la ropa, se cobijó mientras pensaba cuan feliz era su vida. Daba gracias por que nada la faltaba.

Es difícil explicar la forma en que un evento por pequeño que parezca puede desencadenar una serie de acontecimientos de proporciones bíblicas. Una palabra, un encuentro casual, una mirada, una sonrisa, una canción, un ligero copo de nieve puede ir rodando y arrastrando vivencias hasta convertirse, poco a poco, casi sin darnos cuenta, en una gran bola capaz de arrasar con lo que encuentre a su paso. La vida es tan bella como impredecible. Él esa noche se durmió sin saber que faltaban horas para su concepción tan perfecta del mundo se viniera abajo. Faltaban horas para que uno a uno los ligeros copos de nieve empezaran a rodar.

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Capítulo III
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sábado, 11 de mayo de 2013

Melómano - I

I

La luz entraba por la ventana. La luz no producía aún su calor peculiar pero sí era lo bastante intensa como para traspasar la cortina de algodón azul. Azul porque era un buen color, no era triste como el gris, tampoco tétrico como el negro y mucho menos inútil como el blanco, cuando de cortinas se trata. Al menos eso pensaba él. Detestaba sentir la luz sobre sus ojos ya que arruinaba sus clásicos "cinco minutos más", cinco minutos que terminaban siendo treinta. Sin más opción abrió sus ojos y empezó a recorrer su habitación con la mirada. La luz permitía ver lo exageradamente ordenada que estaba. No había una sola prenda fuera de lugar. Ni un sólo utensilio de aseo que no estuviera en la posición que le correspondía.  Todo era como un rompecabezas perfectamente ensamblado. Sonrió al ver que todo estaba en orden.

Estiró los brazos y, con sumo cuidado, hizo a un lado las cobijas. Le molestaba verlas tiradas en el piso. Tenía la impresión de que era una pésima costumbre aquella de levantarse y aventar al piso lo que estuviera arriba de la cama. Tirar las cobijas para después levantarlas y después taparse con ellas, qué disparate. Salió del cuarto mientras se rascaba el cuello sólo para caer en cuenta que la barba había crecido de nueva cuenta. No es que le molestara tener barba sino que ésta no era la suficiente como para lucirla en público y tampoco tenía la fortuna de ser lampiño como para nunca tener que hacer uso de la navaja y el jabón.

Sonrió al verla. Para una persona normal parecería una mesa enorme, anticuada y de mal gusto. Para él era una reliquia, un orgullo que había tardado cinco años en reparar. Largo tiempo no porque  la hubiera reparado con sus propias manos, ya que no era diestro con las herramientas, sino porque fue el tiempo que tardó en conseguir las piezas necesarias. Con tantas cosas modernas a la mano esto es una tontería pero si quiere regalar su dinero con gusto le ayudo, dijo el anciano que le ayudó a reconstruirla. No le importó lo que pensaran de él y su dinero, sólo la quería funcionando. 

Alzó la parte superior de la mesa y dejó al descubierto un circulo negro con un estampado naranja. Vio el logo del lado derecho del estampado y sonrió al contemplar el curioso can que estaba dibujado. Le era imposible no pensar en su abuelo al verlo. Oprimió un botón y el circulo comenzó a girar. Tomó con su mano derecha la varilla que reposaba junto al objeto giratorio y la colocó en la parte exterior de éste. De repente el sonido inundó todo espacio posible. Una escala pentatónica se escuchaba mientras un sonido parecido a una interferencia sonaba por debajo de la música.

Cerró los ojos y sonrió de nueva cuenta pero ahora con una sensación que le hacía vibrar cada poro de su piel. No sabía si era provocado por las notas interpretadas magistralmente en las manos de Ray Charles Robinson o por la sensación de saberla suya. Por fin suya. Su consola.

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Capítulo II
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