Antes que oír los tacones, antes de sentir su presencia en la espalda, incluso antes de verla en el reflejo del vidrio, reconoció su aroma. Impregnaba de su esencia toda la sala y de recuerdos la mente de él. Nunca había encontrado como definir su aroma pero cada vez era más único. Por su mente pasaban dos cosas: la voz de Dylan en la misma canción que había escuchado por dos semanas y la urgente necesidad de acercarse a su cuello para besarlo y llenarse de su olor. Le encantaba, le adoraba y ahora, cada vez más, lo odiaba.
Sintió como el piso resentía los pasos al compás de los tacones y recordó lo feliz que se sentía al verla venir hacia él en la oscuridad, la sensación de su cuerpo entre sus brazos, el corazón inflamado de tanto amor. Volvió a vivir su primer beso y como día tras día empezó a enamorarse de su risa, de su mirada, de ella toda. Cerró los ojos y aspiró.
Ella entró y emitió alguna especie de saludo ininteligible mientras ponía su mano sobre el hombro de él. Sólo bastó eso para que él recordara cada uno de los besos que depositó en cada uno de sus hombros, cómo recorrió su espalda y como al oído, le dijo que la amaba.
Se quitó los audífonos y escuchó su voz. La misma voz que un día le dijo que también lo amaba, la misma que un día cualquiera le dijo que era el fin. A su mente llegaron cada una de las palabras con las que intentó convencerla de que no se fuera. Las mil y un propuestas que se toparon con pared.
Ella se sentó y lo vio con la cabeza ladeada. Le regaló una sonrisa y le preguntó si todo estaba bien.
Tosió para deshacer el nudo en su garganta y contestó:
-Todo bien jefa. ¿Cómo le va?