miércoles, 7 de septiembre de 2011

1+1=1

La caminata es corta pero empiezo a desesperarme. Llevo media día de trabajo y no he avanzado ni la mitad de lo que pensé. Los contratos no estarán a tiempo para enviarse hoy. Una cuadra, dos, tres y mis zapatos empiezan a molestarme. Seguramente ya tengo una ampolla en el pie. O dos. Oigo su voz y recuerdo que estoy acompañado. Sin mirarla, asiento a lo me dice. No debo ser grosero, acompañarme no es una molestia que alguien se tome muy a menudo.

Llegamos al restaurante. Lo que me faltaba: lista de espera. Tantas cosas en la cabeza arruinan la conversación. Tal vez si reviso las condiciones del primer acuerdo pueda entender el último contrato. Silencio incómodo. La solución está en el bolsillo. Cada uno con su respectiva blackberry y el momento se hace menos incómodo. Benditos aparatos, acortan las distancias y alejan la comunicación.

Un momento por favor. Ya llevo diez y contando. Al fin, una mesa, sillas y menú. Traiga lo que sea. No. Demasiado grosero. Finjo ver el menú con detenimiento y pido un paquete tres. Otro silencio. Cierto, somos dos. “Un paquete uno para ella”. Entre la toma de pedido y el arrivo de los alimentos, la siempre forzosa plática. Saco una historia de la chistera. Las tengo tan practicadas que no fallan. Podría recitarlas con los ojos cerrados y a solas.  Diez minutos y la comida no llega. ¿Diez minutos para una sopa?  Mientras espero, veo a través de la ventana como la gente camina, rie, compra y no se dan cuenta de que un absorto yo los observa. Si se dieran cuenta daría lo mismo. No les importo y ellos tampoco a mí.

Llega la comida. Insípida. Me dedico a masticar y rápidamente veo que en minutos trés platos se han esfumado mientras mi acompañante aún no termina con el primero. Sigo simulando seguir su plática. Creo que no traigo efectivo. Tendré que usar una tarjeta. ¿Cuál tiene el corte más lejano?. Atención, debo poner atención. Lo intento. No puedo: es la sexta vez que lleva su mano derecha hacia su hombre izquierdo y se acomoda su blusa. ¡Seis veces en 23 minutos! ¿Porqué diablos no se compran prendas de su talla? Quien no se está acomodando la blusa, se está subiendo el pantalón.  Tranquilo, respira; lo pienso mientras en mi cabeza hago del silencio mi verdadero compañero y yo de ella su comparsa.

Al fin llega el momento. Me pregunta pero no sobre sus ideas sino sobre mis tiempos de adolescencia. Siento el clic dentro de mí. La caja de Pandora abre un resquicio y las palabras empiezan a salir. Ocasionalmente ella regresa a la charla y me da cuerda como si fuera muñeco. Una idea tras otra se van hilando y con poco tacto me confiesa que hasta hace unos días fui un ser invisible a sus ojos. Meses sentada a metros de mí y no sabía ni de mi nombre ni de mi existencia. Siento un golpe en el pecho. Dentro, muy dentro. La caja se abre por completo. Siento la necesidad de hablar. Me decido a hacerlo no importando que ahora ella sea quien se convierte en la comparsa. Hablo tanto que pierdo la coherencia. Pierdo los puntos y  hasta la conversación. No importa. He decidido llegar a las lágrimas si es necesario. El ermitaño hosco en el que me he convertido empieza a ceder.

De repente me interrumpe. Eres raro. ¿Raro?”. Diferente. ¿Por ejemplo?”. Siempre estás preocupado. ¿En serio?”. Siempre estás pensando en algo y pareces preocupado. Es la imagen que siempre tengo de ti”. “Eso me preocupa. Ríe y casi tira su comida. “¿Perdón?”. “Te preocupa estar preocupado”.

Dice algo más pero en mi cabeza se repite la frase: “Te preocupa estar preocupado”. Volteo a la ventana y miro de nuevo a la gente pasar. Yo no les importo y ellos tampoco a mí: ahora tengo una nueva cosa en qué pensar

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